De aquí en adelante, todos los niños que nazcan en Alemania traerán la cruz gamada en el ombligo. No desconfío de que los sabios alemanes lleguen a aislar el principio biológico del nacionalsocialismo, ni de que encuentren la manera de inyectárselo a las embarazadas.
Ya no habrá en Alemania más que niños nazis. A los alemanes que Hitler ha cogido adultos y barbados no ha habido más remedio que molestarse en convertirlos al nacionalsocialismo, y a los que eran incapaces de conversión, el Führer ha tenido que tomarse el trabajo de extirparlos –es su expresión favorita–; pero con los que nazcan de aquí en adelante no está dispuesto a tomarse esos penosos trabajos. Nacerán ya como convenga.
A partir de ahora, el niño alemán vendrá al mundo con el convencimiento indestructible de que es un niño privilegiado que pertenece a la mejor raza de la Tierra; antes que a enderezarse sobre sus extremidades abdominales y a salir marcando el paso de oca, habrá aprendido que es miembro de un Estado totalitario que tiene una misión providencial que cumplir; estará convencido de que no todos los hombres son iguales ni todos los pueblos tienen los mismos derechos, y sentirá gravitar sobre sus hombros todo el peso de la herencia del heroísmo de los hermanos; considerará subversivos los conceptos de paz, libertad y humanidad; aceptará que la vida es milicia y la milicia cuartel; estudiará una historia universal que será sólo la historia de Alemania; leerá únicamente en libros impresos con caracteres góticos y no entenderá los caracteres latinos; lo que hasta aquí se ha llamado «la invasión de los bárbaros», él lo llamará «la migración de los pueblos»; crecerá y se hará hombre sólo para imponer al mundo estas convicciones, y con este fin exclusivo cultivará las ciencias y las artes, practicará los deportes y, sobre todo, se adiestrará en el boxeo. Porque este niño alemán viene al mundo con el compromiso de andar siempre entristecido, pensando que hay unos millones de alemanes que viven bajo el yugo extranjero y con la promesa formal de que se hará fuerte y sabio para acudir a libertarles cuanto antes.
Los alemanes están orgullosísimos, relamiéndose sólo de pensar en lo que será capaz de hacer este niño que van a producir en serie. Pero uno –que no pertenece a la mejor raza del mundo– se queda pensando que es triste el destino de estos niños alemanes, para los que ningún acento verdaderamente humano será jamás inteligible. Es indudable que serán unos niños magníficos, fuertes, sabios, valientes; pero en cambio, todas las voces que no sean exclusivamente alemanas serán para ellos trágicamente incomprensibles. Cuando, como hace unas semanas, unos niños ingleses lancen al mundo un patético mensaje dirigido a todos los niños de la Tierra, en el que se hable con un acento hondo y universal de la «sed de paz», estos magníficos niños alemanes no lo entenderán. Y uno espera, en cambio, que haya unos rapaces en las montañas de Galicia o unos chavalillos en las vegas andaluzas más débiles, acaso, peor preparados tal vez, que cuando suenen en el mundo esas voces humanas y las oigan y las entiendan, sean para ellos una lengua inteligible, porque aunque es posible que no tengan zapatos –procuraremos que los tengan– conservarán integro, puro, el sentimiento de la libertad, el de la justicia, el de la paz y el de la humanidad.
Y entonces se siente una gran pena por esos niños que van a producir los nazis.
Hay que tener un poco de imaginación para comprenderlo. Imaginemos que el señor Casares Quiroga reuniese un día en su despacho del Ministerio de la Gobernación a los rectores de las universidades, a los directores de los institutos y a los inspectores de primera enseñanza y, sobre poco más o menos, les dijese:
– Señores; es indispensable que ustedes se encarguen de que la juventud y la infancia españolas sean penetradas hasta lo más hondo por el sentimiento republicano. El niño español tiene que aprender a odiar al monárquico, y ustedes, señores, tienen la misión de inculcárselo. Han de barrer de las conciencias infantiles todo lo que no sea exclusivamente republicano, porque la República es España, y, en cambio, la Monarquía no fue más que una traición al sentimiento nacional, a la verdadera patria española. Tienen ustedes que llamar la atención de los niños sobre la situación trágica que la Monarquía ha creado a los españoles. Si España es hoy una nación empobrecida, ustedes van a decir constantemente a los niños que se debe única y exclusivamente al antipatriotismo de los monárquicos y a las infamias del régimen desaparecido. Estas afirmaciones no son unos postulados políticos, sino que ustedes, los maestros de los niños españoles, las tomarán como base indestructible de todas las ciencias y las artes que de aquí en adelante se cultiven en las universidades, los institutos y las escuelas de España. Esto que yo digo aquí ahora es la doctrina que se va a repetir todos los días y con todos los pretextos en todas las aulas del territorio nacional. ¿Estamos?
Los rectores de las universidades, los directores de los institutos y los inspectores de primera enseñanza bajarían respetuosamente la cabeza y se irían a sus cátedras a repetir estas palabras una y mil veces todos los días con la mejor voluntad y el más meritorio celo. Con la mejor voluntad y el más meritorio celo, porque previamente el señor Casares Quiroga se habría cuidado de que no fuesen ya rectores, ni directores, ni inspectores los que no estuviesen en tan favorable disposición de ánimo.
Pues esto es –traducido al español– lo que ha hecho en Alemania el doctor Frick, un señor que se ha sentado en un despacho de un Ministerio que es igual, exactamente igual, que el que tiene el señor Casares Quiroga en la Puerta del Sol.
Hay que grabar de manera indeleble las doctrinas nacionalsocialistas en las imaginaciones infantiles. Ésta es la principal preocupación de los hombres que hoy gobiernan Alemania. Para lograr esta deformación espiritual del niño y conseguir esta servidumbre de la inteligencia infantil a una concepción política que se ha proclamado dogma del Estado, todos los medios se consideran lícitos. Además de la coacción sobre los educadores se ha recurrido al arma de la propaganda por la imagen, arma formidable en manos de estos hombres de Hitler, que se jactan de decir que los regímenes anteriores no han sabido esgrimirla y que consideran desdeñable y de poca monta incluso el ejemplo de Mussolini.
El Ministerio de Propaganda es, efectivamente, una de las piedras angulares del nacionalismo. Ya en aquel gobierno clandestino que tenía Hitler en la Casa Oscura de Múnich había no uno, sino dos Ministerios de Propaganda confiados a los hombres más activos e inteligentes del partido. No se espera a que las gentes se convenzan por las buenas de la excelsitud de los gobernantes nazis y de la legitimidad de sus doctrinas, sino que se sale en avalancha a las calles y a los campos para cazar al ciudadano con un formidable reclamo. Prensa, carteles, charangas, banderas, uniformes; toda Alemania está bajo la acción proselitista de este aparato gigantesco de publicidad.
Pero cuando se dirige a los chicos esta campaña de propaganda es realmente aterradora. Los grandes almacenes están llenos de juguetes nacionalsocialistas; todos los juegos infantiles en boga tienen un sentido nazi, y lo mismo ocurre con los deportes. Las chaquetillas bávaras, las insignias, los uniformes, las banderas, las armas, las estampas, todo lleva al chico hacia el nacionalsocialismo.
En el cine, los muchachos no verán más que películas de las paradas hitlerianas, ni oirán más que discursos del Führer; folletines a base de espionaje y escenas de guerra; Alemania sangrante, Los camisas negras; en todo caso, nada que pueda suscitar una crítica del partido o de sus doctrinas. Hace poco se ha prohibido la exhibición de Muchachas de uniforme porque es una película que tiende a humanizar la férrea disciplina prusiana.
Es la misma táctica del Partido Comunista. Cuando en los primeros tiempos del bolchevismo las doctrinas soviéticas fracasaban y el régimen estaba a punto de perecer, Lenin seguía imperturbable, consagrando sus mayores esfuerzos a la propaganda infantil, y afirmaba: «Por mal que vaya todo, si me dejan a los chicos en mis manos durante unos años, no habrá nada después que derribe el régimen soviético».
Esta misma preocupación ha tenido Mussolini en Italia y tiene ahora Hitler en Alemania. Todas las dictaduras convencidas de que el régimen de represión, por violento que sea, a la larga trae la ruina del dictador, ponen su esperanza en la fabricación artificial de una juventud que consolide su obra. Si durante los años que tuvo el poder en sus manos Primo de Rivera se hubiese dedicado como Lenin, Mussolini e Hitler a la corrupción de menores con fines políticos, no hubiese sido tan fácil la tarea de implantar un régimen democrático en España.
Hitler fue directamente a captar a la juventud. Desde el comienzo, el nacionalsocialismo tuvo un aire radical, impetuoso, violento, que halagaba a los jóvenes. La propaganda se hace todavía entre los muchachos a base de que no hay en el mundo una doctrina que satisfaga tan plenamente los impulsos juveniles. Todos los radicalismos y todas las audacias de la juventud caben en la actuación de las tropas de asalto de Hitler.
A los desheredados, a los millones de muchachos que andan por las carreteras alemanas convertidos en vagabundos por no encontrar trabajo, el nacionalsocialismo les ofrece una revolución antiburguesa dirigida principalmente contra los explotadores del pueblo. Más, mucho más de lo que pueda ofrecer el comunismo a las masas proletarias, lo ofrece Hitler a los rebeldes alemanes. ¿Cómo va a cumplir el Führer sus promesas demagógicas? Esto no se ve claro todavía. Pero lo cierto es que le han creído. En los últimos tiempos, los propagandistas nazis iban a los millares de «albergues de juventud» que hay por toda Alemania para proporcionar refugio a estos muchachos vagabundos, medio mendigos, medio deportistas, que con un morral a la espalda y una mandolina en el pecho cruzan sin rumbo los caminos de Alemania, y allí, ante el fuego del hogar, hacían su campaña proselitista. Son millares y millares los comunistas de hace unos años que hoy se hallan convertidos al nacionalsocialismo sin que les quepa en la cabeza que han saltado limpiamente de un mundo a otro, considerándolo como una evolución natural.
A las juventudes universitarias que desde el primer momento se inclinaron hacia el nacionalsocialismo, Hitler les ha restablecido de un golpe todas sus viejas franquicias. Ha restaurado los antiguos derechos de los estudiantes y ha utilizado sus asociaciones para que delatasen y eliminasen a los profesores contaminados de liberalismo, judaísmo o marxismo.
La gran fuerza de Hitler para la conquista del poder ha sido indiscutiblemente los jóvenes. No nos equivoquemos: la juventud rebelde alemana está con el Führer.
Estando en Berlín, hace ya cinco años, fui una tarde a la redacción del Berliner Tageblatt para hablar con Teodoro Wolff. Los periodistas españoles teníamos candente entonces aquella vergüenza de la previa censura, y fui, naturalmente, con nuestro pleito al gran periodista. Pero Teodoro Wolff, que tenía ya ante los ojos el panorama de la Alemania de hoy, me habló de una manera insospechada para mí. Vino a decirme:
– La censura para la prensa es necesaria; cada vez más necesaria. Pero no para que la ejerza un gobierno en beneficio de sus fines particulares o de sus hombres, eso es siempre condenable. En cambio, cada día estoy más convencido de que es indispensable una censura de prensa ejercida no a beneficio de los gobiernos, sino precisamente en contra de ellos. Nunca será tan dañino lo que un periodista rebelde escriba como lo que un gobierno inspira y hace escribir. Las campañas de un periódico de oposición pueden ser fatales para un político o un régimen; pero las campañas alentadas por los gobiernos pueden desencadenar una nueva catástrofe mundial. Censura, sí; pero para los políticos y los gobernantes que se valen de la prensa. Lo horrendo, lo espantoso, lo que tiene consecuencias incalculables es el estado de opinión unánime que en un momento dado un gobierno puede provocar en un país por medio de los periódicos. Yo sueño en una censura de prensa ejercida por un tribunal internacional con un alto sentido de la justicia y una autoridad indiscutible; un organismo análogo al Tribunal de Justicia Internacional de La Haya, que llegado el caso pudiera cortar ciertas propagandas infames que los gobiernos mismos alientan. ¿Cree usted que en estos momentos no sería la salvación de Europa que una censura internacional de prensa impidiese las campañas ferozmente nacionalistas de los gobiernos que están dispuestos a lanzar nuevamente a sus pueblos a una guerra?
¡Pobre Teodoro Wolff! ¿En qué oculto rincón de Alemania estará a estas horas contemplando despavorido cómo el gobierno de Hitler desencadena la campaña de prensa más fuerte que se ha hecho en el mundo para lanzar a la guerra a un pueblo? ¿Qué pensará el iluso demócrata de esta captación del adolescente y del niño para los fines imperialistas del nacionalsocialismo que ya nadie puede frenar?
¡Pobre Teodoro Wolff! Su periódico, el Berliner Tageblatt es hoy uno de los más furiosos defensores del belicoso nacionalsocialismo; uno de esos periódicos hitlerianos de nuevo cuño que hacen decir al ministro Goering, con el mayor desprecio del mundo: «El celo de la antigua prensa pacifista convertida ahora al nacional socialismo es tal, que los viejos y auténticos nacionalsocialistas nos ruborizamos leyendo las fervorosas demostraciones de estos recién llegados».
– M. Chaves Nogales para Ahora,
23 de mayo de 1933