Lo que necesitan nuestros aspirantes al profesorado

I

Situación general de la inmensa mayoría de nuestros aspirantes al profesorado en sus diversos órdenes, desde el magisterio primario al de las Facultades: insuficiencia y desigualdad de cultura general, tanto en su instrucción cuanto en relación a su desarrollo mental, así como en la formación entera de su vida y hábitos; desde sus aficiones y gustos, al empleo de su tiempo; desde el carácter moral, a su alimentación, al vestido, la vivienda y cuidado e higiene de la persona.

De aquí es su primera necesidad atender a este fin de promover, equilibrar y completar su educación general como hombres, en todos los respectos de su vida. Por ejemplo, en sus estudios, procurar su cultura enciclopédica, rehaciendo lo que antes hicieron (por lo común tan mal, que apenas les ha quedado cosa útil de ellos para su vida interior ni para la social) en la escuela primaria y el instituto, y ampliándolos con otros que todavía no han hallado lugar en estos Centros, verbigracia, los de las llamadas bellas artes (dibujo, música, arqueología…), que tienen por objeto educar la vista, la mano, la voz, el gusto, el sentido histórico, etc. Añadan, por otro estilo, el cultivo del pensamiento, para darle fuerza, vigor, flexibilidad: cultivo hoy tan imperfecto en nuestra juventud, ya por desordenada sobrestima de la vivacidad y agilidad de entendimiento —uno de los mayores estímulos de perversión intelectual y moral—, ya por el hábito de la memoria mecánica y pasiva. Pues el sistema que en su educación habrán casi todos seguido no ha podido auxiliarles ciertamente para desarrollar la espontaneidad personal, fecundidad, vigor, reflexión, madurez de juicio y demás condiciones de una inteligencia sana y bien conformada. Y no hablemos de cuanto hay que hacer en la esfera moral y en la afectiva, no menos importantes, aunque sí harto más desatendidas todavía ante el soberano despotismo del talento, que todo lo disculpa, a todo se atreve y lo puede todo. Porque si las deficiencias y lagunas de los estudios y la cultura intelectual piden remedio, no menos lo piden los vicios del sentimiento, del carácter, del ánimo, de la voluntad, de las costumbres. Por último, igual amparo pide el cuidado del cuerpo, su salud, el desarrollo de sus fuerzas, sus ejercicios en sus varias formas —gimnasia, juego libre, alpinismo—, y con tanta más intensidad cuanto sea mayor el gasto de energía mental que hagamos. En suma: todo aquello que constituye las bases fundamentales de una vida europea, racional, libre, bien equilibrada, única propia de seres humanos.

Precisamente, el defecto característico de nuestra juventud actual, como de todas las razas degeneradas y empobrecidas por una larga historia de miseria material y moral, intelectual y política, social y doméstica, es la anemia, la falta de vigor, la apatía, y así, lo que más necesitan, aun los mejores de nuestros buenos estudiantes, es mayor intensidad de vida, mayor actividad para todo, en espíritu y cuerpo: trabajar más, sentir más, pensar más, querer más, jugar más, dormir más, comer más, lavarse más, divertirse más; poner un mayor peso en cada platillo de la balanza. ¡Por mucho que pongan, no se les romperá ciertamente por el punto de apoyo!

En cuanto al modo de corregir esta apatía que nos consume, todo el mundo comienza a estar conforme en que, en cosas de educación, no hay recetas —puesto caso que haya de haberlas en medicina—. Así es que, ni para éste ni para otros defectos se puede señalar remedios concretos que, aplicados del mismo modo en todas ocasiones, den siempre resultado infalible. Antes, por el contrario, si los fines que para lograr algo se recomiendan por sí mismos, verbigracia, familiarizar al educando con el ejercicio cada vez más enérgico de su propia actividad, son de éxito indudable, los procedimientos para lograr a su vez esos fines varían, como todo procedimiento orgánico, en cantidad, cualidad, dirección, resortes, hasta lo infinito; conforme varía hasta lo infinito también la individualidad general de cada sujeto y la de su situación peculiar en cada momento de su vida, relacionada con el complejo de condiciones interiores y exteriores de ésta. Sin duda, algo cabe hacer para disminuir, y quizá vencer, esa apatía, en cuanto al pensamiento. En éste, la apatía se revela en la impotencia para perseverar en la atención a un mismo objeto, intelectual o sensible; en la escasez de ideas; en la lentitud para darse cuenta de las cosas; en la falta de agilidad y flexibilidad para determinar el contorno de los conceptos, que flotan en una vaguedad tan nebulosa, que no nos permite fijarlos, ni explicárnoslos, ni exponerlos a los demás por medio del lenguaje; en el rápido agotamiento, después del esfuerzo más tenue; en la pereza y como somnolencia… con otros mil modos análogos, no pocas veces compatibles con cierta elevación contemplativa ideal.

Para todo esto nada mejor que estimular la producción del pensamiento en forma de reacción, esto es, merced a un diálogo hábilmente sostenido, que obliga a sacudir el embotamiento del espíritu, para recoger sus débiles ecos, imperceptibles al principio, como otras tantas acciones reflejas, pero con que van fortaleciéndose poco a poco nuestras adormecidas energías. O bien, ejercitarnos en la misma forma de reacción excitada por el pensamiento ajeno; mas de opuesto modo al de pensar hablando, a saber, escribiendo: donde tenemos por interlocutor al libro, menos flexible y variado, y, por tanto, menos capaz al principio de servir a aquel fin. Primero, tomemos notas de él, y ensayémonos en resúmenes y extractos; luego tomémoslas de nuestras propias impresiones: con tantos otros medios, infinitamente variados.

Mas si, viniendo de esta esfera intelectual a otra, verbigracia, a la de nuestra acción y conducta exterior en el mundo, sirve poderosamente para estimularnos a obrar y a adquirir el tacto de las relaciones y los complejos negocios humanos, el sujetarnos al comercio social, dura carga al principio para la soñolienta contemplación en que el perezoso se complace, pero que, obligándonos a movernos, a ir y venir, a hablar con unos y con otros, a concertar nuestros planes, a discutirlos, a luchar con obstáculos, procurar vencerlos, sacude nuestra personalidad, acostumbrada a dejarse llevar servilmente, y nos fuerza a tantear, a decidirnos, a tomar un partido, a no contar más que con nosotros mismos. Cuando en las excursiones de la Institución Libre enviamos a un niño o a un joven a informarse de un dato, a calcular sobre un mapa el camino más corto, a encargar (¡oh prosa!) la comida, ponemos una piedra para la edificación de su personalidad. Y no digamos nada de los juegos corporales, otra escuela de resolución, de carácter, de energía…

II

Todo esto mira al hombre, al cultivo de su personalidad, no al maestro. Pero sin esta preparación general de nuestra juventud es inútil pensar en su preparación especial y profesional para el Magisterio. Este, como el sacerdocio —con el que tantos puntos de contacto tiene, sobre todo en los pueblos modernos, donde a veces comparte con él, a veces casi por completo ha absorbido el ministerio de la educación pública—, exige, en primer término, hombres bien equilibrados, de temperamento ideal, de amor a todas las cosas grandes, de inteligencia desarrollada, de gustos nobles y sencillos, de costumbres puras, sanos de espíritu y de cuerpo, y dignos en pensamiento, palabra, obra, y hasta en sus maneras, de servir a la sagrada causa cuya prosecución se les confía. Cuando a veces, por ejemplo, hallamos en la aldea a las dos más grandes energías educadoras de la vida presente —el cura y el maestro— representadas por jayanes zafios, vulgares, ignorantes, desaliñados, sucios, quizá no del todo intachables en su vida pública y aun en la privada; cuando consideramos la magnitud de los intereses que les están encomendados; cuáles debieran ser y cuáles son los frutos de su obra en aquel medio, solamente la pasión sectaria puede ser osada a desatarse en improperios contra estos hombres, más beneméritos acaso, en medio de su trivialidad, sus faltas y hasta vicios, que muchos de sus envanecidos detractores. Porque adonde la razón manda volver la vista es a las causas, tan complejas como dolorosas que producen esa resultante, y a compadecer entristecidos a ésos, que vienen a ser primeras víctimas de nuestro atraso y mísera ruina. Pero hay dos ideas, que se imponen ante ese espectáculo, y que importa alimentar y propagar: 1ª. Que semejante orden de cosas es grave de toda gravedad, y que no debe durar más que el tiempo absolutamente indispensable para reformarlo; 2ª. Que de esta reforma es la parte principalísima (aunque, sin duda, pide el concurso de otros elementos) la del sistema de nuestra educación nacional, en sus bases generales y comunes ante todo. Sobre ellas, luego, que esas dos grandes Instituciones fundamentales de nuestra educación actual, la Escuela Normal y el Seminario, edifiquen con alma y en vivo muy otra obra de la que hoy les es dado ofrecer a la patria, y hagan posible, a su vez, la obra restante de la formación de la nueva sociedad en todos sus grados y esferas.

¿Cómo hay que hacer esto, cuando las condiciones para semejante reforma parecen cerrarse en círculo vicioso —según, por lo demás, en todos los órdenes sociales acontece?

El problema es muy delicado y complejo en menor, pero simple en sus primeras soluciones. Merced al carácter de la individualidad en todos tiempos, por grandes que sean la corrupción y el atraso, hay siempre hombres y círculos enteros (una minoría, sin duda) que, por virtud de causas y circunstancias de que podrían ensoberbecerse con tanta razón como el sandio que se ufana de haber nacido de padre rico o buen mozo, se hallan en mejor situación y con mayores elementos que otros para servir a la mejora de una u otra esfera social. Con estos hombres —maestros a veces—, como Vittorino da Feltre, Pestalozzi o Diesterweg; otras, hombres de ciencia, como Vives, Locke, Spencer; ya políticos y filántropos, como Franklin, Horacio Mann o Montesino; ora sacerdotes, como Comenio, Calasanz, el P. Girad…, con éstos, digo, se debe construir la nueva Escuela Normal y el nuevo Seminario, y todo centro, en suma, donde se aspire a preparar a los futuros educadores de la nación, en todas sus esferas. De esos núcleos se irá extendiendo una nueva vida hacia todos lados, ganando y reanimando todos los estratos sociales; mientras que, al compás de este creciente apostolado, de esta acción central, que pudiera decirse, se va tendiendo, no una limosna desdeñosa, sino una mano leal a los actuales obreros —el maestro rural, especialmente—, desamparados casi de todo auxilio hoy día, y de los cuales exigimos lo que no tenemos derecho a pedir en relación con lo que de nuestra parte ponemos.

El camino es lento. ¿Hay otro más rápido?

— Francisco Giner de los Ríos, Boletín de la I.L.E. nº XI, 1887, págs. 18–20