Un día, Trurl el constructor, montó una máquina inteligente de ocho pisos. Al terminarla, la pintó toda de blanco. Luego pintó los ángulos de color lila. Tras contemplarla desde cierta distancia, le añadió un pequeño dibujo frontal y, donde podría imaginarse que estaba la cabeza, pintó unos motivos naranjas. Satisfecho con su tarea, contempló su invento y le hizo la pregunta inaugural:
–¿Cuántas son dos por dos?
La máquina reaccionó y se puso en marcha. Se encendieron lámparas y válvulas, resplandecieron circuitos, atronaron los circuitos como cataratas, se pusieron a funcionar los acoplamientos, se calentaron las bobinas, silbaron las turbinas y empezaron a girar en medio de un traqueteo y un ruido tan ensordecedor que nada podía oírse en la llanura en varios kilómetros a la redonda. Trurl procedió a regular los amortiguadores mentales de la gigantesca máquina para amortiguar el sonido. Mientras, la máquina seguía funcionando como si tuviera que resolver los más intrincados problemas. La tierra temblaba, la arena salía despedida violentamente por las vibraciones en la base de la máquina, los interruptores saltaban como tapones de botellas de champán y hasta los transistores se resquebrajaban bajo el terrible esfuerzo. Cuando Trurl consiguió afinar su funcionamiento, la máquina se apaciguó bruscamente y dijo con voz de trueno: ¡SIETE!
– No, no, querida mía –respondió Trurl maquinalmente–. Nada de eso, dos por dos son cuatro. Vamos, sé buena y rectifica. ¿Cuántas son dos por dos?
– ¡SIETE! –contestó la máquina en el acto.
Trurl, suspiró fastidiado, se volvió a enfundar el mono de trabajo que ya se había quitado, se remangó, abrió la portezuela inferior y entró en la máquina. Estuvo dentro un buen rato. Podía oírse cómo golpeaba con el martillo, aflojaba tornillos, apretaba tuercas y soldaba piezas. Se escuchaban sus pasos por las escaleras metálicas, unas veces en el octavo piso, otras en el sexto, otras abajo y de nuevo corriendo a otro piso manipulando los diferentes mecanismos de la máquina.
Al cabo de dos horas, volvió a conectar la corriente, hubo un chisporroteo en el centro y unas lengüitas de fuego salieron de los interruptores. Trurl salió al aire libre lleno de grasa y ahumado, pero satisfecho. Volvió a ordenar sus herramientas en las cajas, se quitó el mono, se lavó la cara y las manos y antes de marcharse, para quedarse más tranquilo, le preguntó de nuevo:
– ¿Cuántas son dos por dos?
– ¡SIETE! –contestó la máquina.
Trurl soltó una sarta de maldiciones. Viendo que no había nada que hacer, se volvió a poner el mono y volvió para adentro. Estuvo arreglando, uniendo y soldado elementos dentro de la máquina. Al salir, preguntó por tercera vez y la máquina volvió a decir que dos por dos eran siete. Trurl, desesperado, se sentó en el piso inferior de la máquina sin saber qué hacer.
En ese momento llegaba su amigo y colega Klapaucius. Al verlo tan apesadumbrado, le preguntó qué le pasaba y Trurl le explicó su problema. Klapaucius, intentando ayudar, se metió un par de veces en el interior de la máquina, tratando de arreglar algún que otro desperfecto. Al salir, le preguntó cuánto eran dos más uno y la máquina contestó que seis; y uno más uno era igual a cero. Klapaucius empezó a rascarse la cabeza, carraspeó y dijo:
– Amigo mío, no queda más remedio que mirar las cosas como son. Has construido una máquina distinta a la que deseabas. Pero como todas las cosas negativas tienen su lado positivo, esta máquina también lo tendrá.
– Sería interesante averiguar cuál es –respondió Trurl, pegando una patada a la máquina.
– ¡A ver si te estás quieto! –dijo la máquina.
– ¡Vaya, vaya, ahora resulta que es delicada! Bueno…, ¿qué iba a decir? ¡Ah, sí! ¡No cabe duda que esta es una máquina estúpida, y no de una estupidez ordinaria, sino mucho más que mediana, por no decir grande! Como ya sabes, querido amigo, soy un eminente especialista en estos temas y te puedo decir con seguridad que esta es la máquina más tonta que existe en el mundo entero… y se las da de inteligente. No me fue nada fácil construirla. Estoy seguro de que nadie hubiera podido hacerla mejor que yo. Pero ahí la tienes: no sólo es tonta, sino terca como una mula; o sea, que tiene su carácter, pero ya sabes que generalmente los idiotas son muy tozudos. ¡Al infierno con la máquina! ¿De qué me sirve? –y Trurl le pegó otra patada.
– ¡Te lo advierto por segunda vez: deja de darme patadas! –gritó la máquina.
– Mira, Trurl, te ha hecho una advertencia seria –comentó secamente Klapaucius–. Ya lo ves, no solamente es tonta y tozuda, sino también muy susceptible. Con esas características puede hacer cualquier cosa, te lo digo yo.
– Bien, pero ¿qué puedo hacer con ella? –preguntó Trurl.
– No lo sé . Quizá podrías montar una exposición cobrando la entrada, para los que deseen ver a la máquina más tonta del mundo… ¿Cuántos pisos tiene? ¿Ocho? De veras, jamás he visto un idiota tan grande. Esa exposición no solamente te permitirá recobrar el dinero gastado, sino también…
– ¡Ni hablar, no pienso montar ninguna exposición! –gritó Trurl, que, sin poder reprimirse, le dio otra patada a su máquina.
– ¡Esta es mi tercera y seria advertencia! –dijo la máquina.
– ¿Qué más me da? –gritó desafiante el inventor–. Eres… eres…
Al no encontrar ninguna palabra conveniente, Trurl pegó varias patadas a la máquina, refunfuñando:
– ¡Solo sirves para cavar!
– Me has insultado por cuarta vez, por quinta, sexta y octava –dijo la máquina –. Ya no voy a contar más. Me niego a contestar a toda pregunta ligada con las matemáticas. 
– ¡Dice que se niega! ¡Mírala! ¡Has visto! ¡Después de seis, dice ocho, no siete, sino ocho! ¿Te das cuenta Klapaucius? ¡Y además se niega a hacer cálculos matemáticos! ¡Yo te voy a enseñar! ¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! ¡Para que aprendas! –dijo Trurl mientras redoblaba sus patadas contra la máquina.
La máquina se estremeció de arriba abajo, se sacudió y, con todas sus fuerzas, comenzó a forzar los cimientos que la ataban al suelo. Se doblaron las vigas de apuntalamiento y la máquina consiguió liberarse. Como una fortaleza ambulante, se lanzó contra Klapaucius y Trurl. Este último estaba tan estupefacto que ni siquiera pensó en apartarse mientras la gigantesca máquina avanzaba con clara intención de aplastarle.
Afortunadamente, Klapaucius se dio cuenta y tiró de él por el brazo. Los dos salieron corriendo hasta ponerse a salvo. Al mirar hacia atrás, vieron que la máquina, balanceándose como una torre, los seguía lentamente, hundiéndose a cada paso en la arena hasta el primer piso, pero, terca e inexorablemente, conseguía avanzar.
– ¡Esto jamás había sucedido! –gritó Trurl atónito–. ¡La máquina se ha rebelado! Y ahora, ¿qué hacemos?
– Esperar y observar –contestó con gran serenidad Klapaucius–. Algo ha de pasar.
Sin embargo, las cosas no parecían aclararse. La máquina, al llegar a tierra firme, empezó a andar más de prisa mientras sus mecanismos internos chisporroteaban, silbaban y cliqueteaban estrepitosamente.
– Ahora se romperán las soldaduras de los mandos y la máquina se detendrá –dijo Trurl.
– No creo –respondió Klapaucius–, me parece que es un caso muy singular. Es una máquina tan tonta que, aunque se le rompan todos los mandos, no se detendrá. ¡Cuidado, que se acerca!¡Huyamos!
La máquina se lanzó al galope para aplastarlos. Los constructores corrían como liebres sintiendo a sus espaldas el rítmico traqueteo y las terribles pisadas del monstruo desbocado. Corrían a más no poder porque, ¿qué otra cosa podían hacer? Querían regresar a la ciudad, pero la máquina les cortaba el paso y tenían que adentrarse en terreno desértico. Entre la niebla fueron surgiendo las vertientes áridas y rocosas de las montañas. Jadeante, Trurl le dijo a su compañero:
– Huyamos hasta el fondo de un barranco, donde la máquina no pueda entrar…
– Mejor será que vayamos por ahí –respondió Klapaucius–. No lejos de aquí hay una pequeña localidad, no recuerdo su nombre, pero allí podremos encontrar un refugio y ayuda.
Siguieron corriendo y pronto encontraron las primeras casas. A aquella hora las calles estaban vacías. Anduvieron un buen trecho sin ver a nadie cuando un estruendo parecido al de una avalancha de piedras les avisó que la máquina ya había alcanzado las primeras casas. Trurl se volvió y gritó:
–¡Santo cielo! Mira, Klapaucius. ¡Está destrozando las casas!
Persiguiéndoles tercamente, la máquina se lanzaba contra las paredes de las casas como una montaña de acero y dejaba un rastro de ruina y polvo a su paso. Se oían gritos de la gente sepultada bajo los escombros mientras Trurl y Klapaucius seguían avanzando. Llegaron ante el gran edificio del ayuntamiento y bajaron rápidamente por las escaleras que conducían a los sótanos.
– Aquí no nos alcanzará, aunque nos tirara todo el edificio sobre la cabeza –dijo Klapaucius–. ¿Por qué se me ocurriría visitarte precisamente hoy? Tenía curiosidad por saber cómo te iba con tu máquina, y ahora…
–Silencio –dijo Trurl–, viene alguien…
La puerta del sótano se abrió y apareció el alcalde con varios concejales. A Trurl le daba vergüenza explicar los motivos de aquella historia tan extraordinaria como tremenda, de modo que fue Klapaucius quien aclaró las cosas. El alcalde y su séquito le escuchaban en silencio cuando los muros temblaron, el suelo vaciló y desde la superficie del sótano llegó el estruendo de piedras derruidas…
–¡Ya la tenemos encima! –gritó Trurl.
–Efectivamente –dijo el alcalde–: ¡Por eso les ordenó que se entreguen antes de que destroce toda la ciudad!
Desde arriba llegó una voz metálica que decía: Ahí está Trurl… lo noto… ahí se esconde…
–¿Nos van a entregar? –preguntó el constructor que reclamaba la máquina.
–El que se llame Trurl de ustedes debe salir y entregarse. El otro puede quedarse en el sótano.
–¡Tengan piedad!
–No podemos hacer nada –dijo el alcalde–. Aunque pudiera quedarse aquí señor Trurl, tendría que responder por la devastación de la ciudad y las víctimas. Por su culpa la máquina ha derrumbado sesenta casas dejando sepultados muchos habitantes. Le permito irse libremente solo porque está al borde de la muerte. Salga de aquí y no vuelva.
Trurl miró las caras de los concejales y al ver reflejada en ellas su condena, avanzó lentamente hacia la puerta del sótano.
–¡Espera, voy contigo! –dijo Klapaucius impulsivamente.
–¿Tú? –dijo Trurl con una leve esperanza en la voz–. No. Quédate… ¿por qué habrías de morir inútilmente?
–¡Tonterías! –respondió enérgicamente Klapaucius–. ¿Por qué habríamos de morir? ¿Acaso por culpa de ese idiota de acero? ¡No faltaba más! ¡Hace falta mucho más para borrar de la faz del globo a dos de los constructores más famosos! ¡Vamos, amigo Trurl, adelante sin temor!
Reconfortado, Trurl subió las escaleras detrás de Klapaucius. Entre los escombros de la plaza no había nadie, solo estaba la máquina soltando nubes vapor, tan alta como la torre del ayuntamiento y llena de polvo color sangre ladrillo y blanco yeso.
–Atención –murmuró Klapaucius–. Ahora no nos ve. Vayamos a la izquierda por la primera calle, luego a la derecha y sigamos recto hacia donde empiezan las montañas. Allí nos esconderemos y algo se nos ocurrirá para acabar de una vez con ella… ¡Vamos, rápido! –gritó Klapaucius, al ver que la máquina los había descubierto y ya se lanzaba tras ellos, haciendo temblar el suelo.
Corriendo como gamos perseguidos por una jauría, dejaron la ciudad. Corrieron durante kilómetros oyendo tras ellos las enormes pisadas del coloso hasta llegar a las montañas.
–¡Conozco ese barranco! –gritó de pronto Klapaucius–. Es el lecho desecado de un río y hay varias cuevas. Corre, muy pronto la máquina tendrá que detenerse…
Corrieron hasta el fondo del barranco, tropezando y lastimándose las manos contra las piedras y las rocas. La máquina estaba aún a la misma distancia de ellos, pero siguiendo el lecho seco y predegoso del arroyo, alcanzaron una hendidura que se abría entre murallas verticales de roca. Vieron en la parte superior la entrada oscura de una cueva y se dirigieron rápidamente hacia ella, sin reparar en las piedras que rodaban bajo sus pies hacia el fondo del abismo. Llegaron a la boca negra de la cueva salvadora y entraron rápidamente para por fin poder descansar un poco.
–Aquí estamos a salvo –dijo Trurl, aliviado, y luego añadió–. Voy a salir para ver dónde se ha parado la máquina.
–Ten cuidado –le advirtió Klapaucius.
Trurl asomó cuidadosamente fuera de la cueva y bruscamente se echó hacia atrás, lleno de espanto.
–¡Está subiendo hacia aquí! –chilló.
–Tranquilo, aquí no puede entrar –dijo Klapaucius con una voz no muy serena–. ¿Qué pasa? Parece que oscurece… ¡Qué-es-eso!
Una sombra enorme asomaba por la entrada de la cueva. Allí estaba la máquina, con su mole de acero, que había trepando costosamente por las empinadas rocas. La salida de la cueva quedó obstruida por una tapa metálica enorme.
–Ahora somos sus prisioneros –murmuró Trurl, en medio de la más absoluta oscuridad.
–¡No podíamos haber cometido mayor idiotez! –gritó Klapaucius–. ¡Meternos en una cueva que podían atrancar desde el exterior! ¿Cómo hemos podido hacer una tontería así?
Tras un largo silencio, Trurl preguntó:
–¿Qué te parece?¿Cuáles pueden ser sus intenciones?
–No hay que ser muy inteligente para saber que queremos salir de aquí –respondió Klapaucius.
Perdidos en el silencio y la oscuridad de la cueva, Trurl empezó a palpar las murallas hasta que sus manos se contrajeron bruscamente al tocar el acero, liso y tibio, de la máquina.
–Te siento, Trurl –dijo monstruo con una voz que retumbó en las tinieblas de la cueva.
Trurl retrocedió cautelosamente hasta caer alcanzar el peñasco en el que estaba sentado su compañero. Allí permanecieron en silencio y sin moverse. Fue Klapaucius quien rompió el silencio tras un buen rato:
–De nada nos sirve quedarnos aquí. Intentemos negociar con la máquina.
–Será inútil –dijo Trurl–. Inténtalo tú. A lo mejor a ti te deja salir.
–¡Ni pensarlo! –respondió enérgicamente Klapaucius.
Cogió del brazo a su amigo y tiró de él en medio de la oscuridad hacia la entrada de la cueva. Klapaucius gritó:
–¡Eo!, ¿nos oyes?
–Os oigo –respondió la máquina.
–Escucha, queremos disculparnos. Todo ha sido un malentendido y, al fin y al cabo, se trata de una nimiedad. Trurl no pensaba…
–¡Acabaré con Trurl! –gritó la máquina–. Pero antes habrá de contestar mi pregunta: ¿cuántos son dos por dos?
–Claro, claro. Te lo va a decir y harás las paces con él, ¿verdad que sí, Trurl? –propuso el mediador.
–Sí, claro… –asintió Trurl por lo bajo.
–Bien, de acuerdo –dijo la máquina–. Dime, Trurl, ¿cuántas son dos por dos?
–Son cuat… quiero decir, ¡siete! –contestó Trurl.
–¡Ja, ja, ja!¡Así que no son cuatro sino siete!¿Verdad? ¡Ya lo decía yo! –gritó la máquina.
–Claro que sí: son siete. Siempre fueron siete –dijo Klapaucius–. Ahora, ¿nos dejarás salir?
–No, aún no. Trurl ha de repetir una vez más que lo siente mucho y cuánto son dos por dos…
–Si te lo digo, ¿nos dejarás ir? –preguntó Trurl.
–No lo sé. Lo tengo que pensar. Dime: ¡cuántas son dos por dos!
–Pero, ¿nos vas a dejar salir? –insistió Trurl.
Klapaucius lo agarró del brazo y le dijo al oído: ¡Estúpido, no la contradigas y haz lo que te pide!
–No te dejaré salir si no me da la gana –dijo la máquina–. Pero tú me vas a decir cuántas son dos por dos…
–¡Basta! –gritó Trurl furioso interrumpiéndola–. Te lo voy a decir ahora mismo: dos por dos son cuatro, aunque me cortasen la cabeza y todas estas montañas se convirtieran en polvo, ¡DOS POR DOS SON CUATRO!
–¡Trurl!¿Estás loco?¿Qué estás diciendo?¡Dos por dos son siete!¡SON SIETE! –gritó Klapaucius intentando tapar la voz de su amigo.
–¡Mentira!¡SON CUATRO!¡Solo cuatro! ¡Desde el comienzo al fin del mundo SON CUATRO!–gritaba Trurl.
Las rocas comenzaron a temblar. La máquina se apartó de la entrada de la cueva y un destello de luz iluminó:
–¡MENTIRA!¡SIETE!¡DI INMEDIATAMENTE QUE SON SIETE! –ordenó la máquina. –¡Nunca!¡Jamás! –respondió Trurl.
Una lluvia de piedras comenzó a desprenderse de la bóveda de la cueva. La máquina, con toda la fuerza de una mole de ocho pisos, golpeaba la entrada como un ariete. Bloques enormes de roca que rodaban con un ruido atronador por la ladera de la montaña hasta el fondo del valle. El estruendo de la rocas al caer y el olor del polvo de silicio llenaban la cueva junto con las chispas despedidas por el acero del coloso al chocar. En medio de aquel ambiente infernal se oía a Trurl gritar sin tregua que dos por dos son cuatro.
Klapaucius intentó cerrarle la boca pero Trurl no cayó hasta que recibió un golpe y cayó al suelo cubriéndose la cabeza con las manos. La máquina no dejaba de embestir y todo parecía indicar que en unos pocos minutos la cueva se vendría abajo aplastando a los dos amigos. Pero cuando ya habían perdido toda esperanza, cuando el polvo sofocante llenaba el aire, se oyó un tremendo chirrido y un choque estruendoso. El aire rugió y la negra muralla que tapaba la boca de la cueva desapareció como si el viento se la llevara. Unos bloques enormes de roca rodaron por el barranco como un alud. Trurl y Klapaucius se asomaron por la salida de la cueva y vieron a la máquina yacer en el suelo aplastada por un alud de rocas que ella misma había desencadenado.
Los dos amigos se deslizaron con cuidado entre los escombros. Para llegar al lecho del torrente seco tuvieron que pasar junto a la mole caída. Parecía un buque enorme varado en la orilla del mar. La máquina aún se movía débilmente, y en su interior se iban apagando los últimos circuitos.
–Así ha terminado, con tan poca gloria y sin conseguir acertar cuántas son dos por dos –dijo Trurl.
En ese instante la máquina tembló y con un murmullo casi imperceptiblemente dijo por última vez:
–Siete.
Se oyó un zumbido en su interior y la máquina se detuvo definitivamente, convertida en un montón de chatarra. Los dos constructores se miraron y sin decir palabra se marcharon siguiendo el lecho del torrente seco.
— Stanisław Lem, 1964.