Capítulo III

Lisa y Jill Portos almorzaban sentadas en el escalón más bajo de la escalera de incendios. Como de costumbre, cada una compartía con la otra la mitad de su bocadillo. El de Jill era de atún. El de Lisa, como siempre, de mantequilla de cacahuete y mermelada: siempre, siempre de mantequilla de cacahuete y mermelada.

–Tendrías que ver la cara de mi padre cuando me ve mezclar Ia mantequilla de cacahuete con la mermelada –dijo Lisa–. Dice que el mero pensamiento de la mezcla le pone malo.
–No me parece extraño –respondió Jill–. Mi madre también me dice siempre que debería beber leche en vez de refresco de uva. ¡Leche! ¡Puag!

Lisa se quedó pensando en la observación de su padre: «¿El pensamiento de la mantequilla de cacahuete con mermelada le pone malo? ¿Cómo un simple pensamiento puede ponerle malo?»

–A mí los pensamientos me alegran la vida –dijo Jill al cabo de un momento–. Por ejemplo, cuando pienso en mi perro, Sandy. Es un collie. Siempre se está subiendo a la gente. Mi padre lo llama Romeo. Bueno, a veces lo llama con nombres tontos como Haggis McBagpipe o cosas así. Cada día, cuando vuelvo de la escuela, lo saco a pasear ¡y mea todo lo que tenga el más mínimo parecido con un árbol!
–Te entiendo –dijo Lisa, volviendo a centrarse en la conversación–. Cuando estás en la escuela piensas en él y es una sensación muy agradable eso de tener un pensamiento que te gusta y poder acunarlo como si fuera una muñeca.

A Jill le alegró que Lisa entendiese lo que quería decir.

–¡Eso es!¡Eso es! Cuando me separo de Sandy, su pensamiento viene conmigo a la escuela y casi puedo sentir como salta a mi regazo para que lo acaricie.

Lisa revolvió en la bolsa de la merienda buscando alguna golosina. De mala gana, se conformó con una pera.

–Es curioso –dijo al cabo de un rato– que estemos hablando de pensamientos. Harry Stottlemeier siempre está hablando de cómo pensamos. ¿Recuerdas aquella discusión que tuvimos en clase el otro día?
–¿Sobre cómo pensamos? –dijo Fran Wood, que acababa de acercarse y se había sentado con ellas.
–Sí, resulta que Harry siempre está hablando del pensamiento.
–Bueno, ¿por qué no? –preguntó Jill–. En la escuela ya hablamos del resto de las cosas, de lluvias anuales, de guerras, de toxicómanos, y de la con-ta-mi-na-ción am-bien-tal.

Las chicas se rieron por la imitación que Jill estaba haciendo de la señorita Halsey, la profesora de Geografía e Historia. Fran quería seguir hablando del tema e insistió:

–Cuando decís «el pensamiento», ¿qué queréis decir: los pensamientos que tenemos en la cabeza…, es decir ideas y recuerdos y sueños y todo eso… o la manera como pensamos?
–¿Qué quieres decir con eso de «la manera como pensamos»? –preguntó Jill.
–¡Ah, ya sé! –dijo Lisa–, es de lo que estuvimos hablando Harry y yo. Lo que llamamos «descubrir las cosas a fuerza de discurrir». Cuando ya sabes algo y quieres ir más allá de lo que ya sabes, tienes que pensar. Tienes que descubrir las cosas a fuerza de discurrir.
–Pero tener simplemente pensamientos no es lo mismo que pensar de verdad –dijo Fran–. Yo siempre tengo la cabeza llena de pensamientos. No sé de dónde vienen. Para mí son como burbujas en la soda, simplemente salen a la superficie y no vienen de ningún sitio.
–Yo no pienso así en mis pensamientos –dijo Jill bajando la voz–. Para mí son como murciélagos que duermen colgados cabeza abajo en una caverna oscura. Por la noche se despiertan y aletean por toda la caverna haciendo un ruido demencial, y yo no puedo dormir por culpa de los pensamientos que cruzan mi mente. Pero, de vez en cuando, uno sale de la caverna y entonces se convierte en un pájaro, o un águila, que está libre; y ya no se le puede atrapar; y se puede ir lejos, lejos, tan lejos como quiera.

Lisa asintió.

–Mi mente, ¡bueno!, es como un mundo por sí sola. Es como mi habitación. En mi habitación tengo las muñecas en un estante y a veces cojo una para jugar, y a veces otra. Con mis pensamientos hago lo mismo. Tengo mis pensamientos favoritos, y tengo otros en los que no quiero ni pensar –dijo Lisa.
–Pero los pensamientos no son reales –observó Jill–. Quiero decir que no son reales como las cosas de tu habitación. Mi pensamiento de Sandy no es el Sandy real. El Sandy real está lleno de pelos. Mi pensamiento de Sandy no suelta ningún pelo.
–Bueno, pero es un pensamiento real –contestó Fran.
–¿Quieres decir –preguntó Lisa a Jill– que si hay algo ahí delante a lo que se parece tu pensamiento entonces tu pensamiento no es más que una copia o imitación, y no es verdaderamente real? Por ejemplo, si ahí delante hay un perro llamado Sandy, entonces mi pensamiento del perro no es verdaderamente real, porque no es más que una copia del perro. ¿Eso es lo que dices? ¡Porque tenemos muchos pensamientos que no son copias de nada!
–¿Por ejemplo? –preguntó Jill.
–Por ejemplo, los números –contestó Lisa en tono triunfal– ¿Has visto alguna vez un número andando por la calle, o parado por ahí? El único lugar donde los números son reales es en nuestra mente. Y seguro que hay cantidad de cosas, además de los números, que sólo son reales en nuestra mente.
–Es verdad –dijo Fran–. Por ejemplo: los sentimientos. Cuando te sientes triste o alegre, ¿no están estos sentimientos en tu mente? ¡Nunca he visto un sentimiento andando por la calle!

Lisa no respondió. No estaba segura sobre los sentimientos. O, por lo menos, no estaba segunda de dónde estaban. Sabía que tenía una mente llena de colores, sabores y sonidos que podía recordar, así como de ideas que inventaba o que simplemente se le ocurrían. Pero, ¿estaban ahí los sentimientos también? Se propuso hablar de esto algún día con Harry Stottlemeier.

Las tres niñas se levantaron para ir a clase. Fran se detuvo para atarse las zapatillas, y cuando las alcanzó la mayor parte de la clase estaba mirando los jerbos que acababa de traer Milly Warshaw. El timbre iba a tocar de un momento a otro y los dos ayudantes aún estaban junto a la puerta.

Eran dos chicos bastante corpulentos y se pusieron a molestar a Fran cerrándole el paso. Quizá lo hicieron porque era una chica y probablemente ella pensó que lo hacían porque era una chica y, además, negra. Pero Fran no se dejaba amedrentar por ese tipo de bromas y los empujó fuera de su camino. La señorita Halsey se dio la vuelta justo a tiempo de ver solo lo que hacía Fran y le riñó. Fran no dijo nada, pero hizo una cosa que nadie esperaba. Se subió al primer pupitre de la fila de delante y empezó a saltar ágilmente de pupitre en pupitre, hasta dar la vuelta al aula. Entonces se sentó tranquilamente en su sitio.

Durante un largo rato –de hecho, hasta que acabó el día– Lisa conservó grabada en la mente la extraña imagen de Fran saltando muy ufana de pupitre en pupitre, en medio de la clase en silencio. Cuando iba a dormirse, la recordó con gran vivacidad. Pero luego, la sustituyó otra imagen. Era el pasillo de la escuela. Un montón de animales estaban reunido alrededor del surtidor de agua. No hacían gran cosa, algunos bebían, pero la mayoría se limitaba a estar allí. Lisa notó que todos tenían algo extraño. Las cebras tenían garras. Las jirafas tenían colas largas y peludas. Los elefantes tenían enormes bigotes. Un búfalo se apretaba contra el suelo preparándose para saltar sobre un ratoncillo de ojos verdes. Los chimpancés tenían todos orejas puntiagudas y ojos oblicuos. Y un oso pardo se lamía la zarpa para lavarse la cara con ella. ¡Qué escena tan rara!

Lisa se preguntaba si estaba soñando. Y entonces, extrañamente, recordó una cosa de la que había estado hablando con Harry. «Todos los gatos son animales», en eso estaban de acuerdo, pero uno no puede invertir la oración y decir «todos los animales son gatos».

–De modo que no todos los animales son gatos –pensó Lisa–, ¡pero en la ficción pueden serlo! Y en los sueños también. Yo puedo imaginar lo que quiera y cuando lo hago las reglas de Harry no tienen aplicación.

Era algo que la desconcertó cuando hablaron, y ahora lo había resuelto. Se sintió satisfecha y, con una pequeña sonrisa, se quedó dormida. Volvió a soñar con el surtidor del pasillo en el que todos los animales eran gatos; y con una granja en la que todas las hortalizas eran cebollas, incluso los pepinos y los tomates; y con un mundo en el que todos tenían diez años, incluso los niños pequeños y las personas mayores, incluso sus abuelos, todos. Pero, mientras soñaba, sabía que cuando se despertara lo haría a un mundo en el que todos los gatos son animales, pero no todos los animales son gatos.

**

Aquella misma noche, Tony Melillo daba vueltas en su cama y no conseguía dormir. Estaba orgulloso porque la Aritmética le resultaba más fácil que a la mayoría de sus compañeros. Pero también le gustaba la Lengua, aunque no tanto las redacción. Lo que le gustaba realmente era la Gramática. A pocos niños les gustaba la Gramática, pero a él sí. Le gustaba ver cómo se conectaban entre sí las diferentes partes de las oraciones.

–Puedes desmontar una oración exactamente igual que desmontas un despertador viejo y extiendes en el suelo todas sus piezas –le dijo una vez a Timmy Samuels. Timmy siempre estaba preguntándole a Tony cómo se hacían los deberes de Aritmética y de Lengua.

Pero lo que le desconcertaba aquella noche era lo que había descubiero Harry y en lo que pasó cuando lo habló con su padre.

–Papá –le había dicho–, ¿recuerdas lo que me dijiste el otro día de que todos los ingenieros tienen facilidad para las Matemáticas y que por eso tengo que ser ingeniero?

El señor Melillo cerró el periódico, se quitó las gafas, apagó el cigarrillo en el cenicero y contestó:

–Sí, ¿por qué?
–Bueno –dijo Tony–, es que… dijiste: «todos los ingenieros tienen facilidad para las Matemáticas.» De acuerdo. Y tú eres ingeniero. Así que ya se sabe lo que significa eso: que se te dan bien las Matemáticas, ¿no?

El señor Melillo asintió con la cabeza y Tony continuó.

–Pero papá, de la oración «todos los ingenieros tienen facilidad para las Matemáticas» no se deduce que yo también tenga que ser ingeniero sólo porque resulta que se me dan bien las Matemáticas.
–¿Por qué no? –preguntó el señor Melillo.

En ese momento, Tony se dio cuenta de que había olvidado la explicación de Harry. Se quedó en silencio, temiendo que su padre volviera a abrir el periódico y se pusiera a leer. Entonces, de golpe, se acordó:

–Porque una oración de esa clase no se puede invertir –dijo triunfalmente, y comenzó a explicar a su padre lo que le había dicho Harry.

El señor Melillo escuchó pacientemente, y luego dijo:

–De acuerdo, pero yo soy un tipo que siempre quiere saber por qué las cosas son como son. De modo que lo que quiero que me expliques ahora es: ¿por qué las oraciones que empiezan con la palabra «todos» no se pueden invertir?

Tony movió la cabeza negativamente y admitió que no sabía por qué.

–Bueno, yo tampoco lo sé –dijo su padre–, pero estoy dispuesto a intentar averiguarlo. Mira, vamos a hacer lo siguiente –se sacó del bolsillo un sobre viejo y se puso a escribir por detrás–. Voy a dibujar un círculo grande y le voy a poner una etiqueta «Tienen facilidades para las Matemáticas». Todos los que tienen facilidad para las Matemáticas estarían dentro de este círculo, como si fuera una gran valla redonda o una cerca. Ahora voy a dibujar un segundo círculo dentro del primero y le pongo la etiqueta «Son ingenieros». Eso significa que el círculo pequeño sólo encierra ingenieros, pero que todos ellos tienen facilidad para las Matemáticas porque también caen dentro del círculo grande. Ahora puedes ver, Tony, cómo el círculo pequeño cabe dentro del grande, pero el grande no cabe dentro del pequeño.

Tony se quedó mirando a su padre.

–¿Quieres decir que ésa es la razón por la cual no podemos invertir las oraciones que empiezan con «todos» ¿Porque se puede incluir un grupo pequeño de personas o cosas dentro de un grupo más grande, pero no un grupo grande dentro de uno más pequeño?

–Por lo visto, en eso consiste todo –contestó su padre.

Tony dio una palmada sobre la mesa.

–Es como si dijeras «todos los neoyorquinos son americanos». Eso, de ningún modo, significa que «todos los americanos son neoyorquinos». Porque si Nueva York es parte de América, América no puede ser parte de Nueva York.
–También significa –dijo el señor Melillo– que, aunque es verdad que todos los ingenieros son hábiles para las Matemáticas, no se sigue que todas las personas hábiles para las Matemáticas sean ingenieros.
–¡Entonces, tenía yo razón! –exclamó Tony.
–Tenías razón –dijo su padre con una leve sonrisa–. Tenías toda la razón.

Se puso las gafas, encendió otro cigarrillo y volvió a coger su periódico.

– Matthew Lipman, El descubrimiento de Harry (1974)