Una mañana, yendo desde Monteverde Vecchio a Piazza Fiume, el trolebús número 75 giró hacia el Gianicolo en vez de ir hacia Trastevere, bajó por Aurelia Antica y, en un visto y no visto, estaba corriendo por los campos a las afueras de Roma como una liebre de vacaciones.
A aquella hora los viajeros eran casi todos empleados de oficina que leían el periódico absortos; lo leían incluso quienes no lo habían comprado, mirando por encima del hombro del vecino.
Un señor levantó la vista un momento al pasar la página, miró hacia fuera, y se puso a gritar:
– ¡Revisor!, pero ¿qué pasa?¡Traición, traición!
Al oírlo, los demás viajeros levantaron la mirada del periódico y la protesta se convirtió en un coro enfurecido:
– ¡Por aquí vamos a Civitavecchia!
– Pero, ¡¿qué hace el conductor?!
– Ha enloquecido, ¡párenlo!
– ¡Vaya un servicio público!
– Son las nueve menos diez y a las nueve en punto tengo que estar en un juicio –gritó un abogado–. Si pierdo el caso, ¡demando a la compañía!
El revisor y el chófer intentaban calmar a los pasajeros explicando que ellos no tenían culpa, que el trolebús no obedecía a los mandos y hacía lo que quería, cuando se salió de la carretera y paró a la entrada de un bosquecillo fresco y perfumado.
– ¡Oh, ciclaminos! –exclamó una señora.
– Es el momento ideal para pensar en los ciclaminos –ironizó el abogado.
– No me importa –contestó la mujer–. Llegaré tarde al Ministerio y me regañarán, pero ya que estoy aquí, quiero disfrutar de los ciclaminos. Hará diez años que no los recojo.
La señora bajó del trolebús y, mientras llenaba sus pulmones con el aire de aquella mañana extraña a bocanadas, se puso a armar un ramito de ciclaminos.
Como el trolebús no parecía tener intención de ponerse en marcha, los viajeros fueron bajando uno tras otro a estirar las piernas o fumar un cigarrillo. Poco a poco, el malhumor iba desapareciendo como la niebla con el sol.
Uno cogía una margarita para ponérsela en el ojal, y otro descubrió una fresa todavía sin madurar y gritó:
– ¡La he encontrado yo! Voy a dejar aquí mi tarjeta y cuando esté madura vendré a recogerla. ¡Ay como no la encuentre!
En efecto, sacó de la cartera una tarjeta de visita que ponía «Doctor Giulio Bollati», la atravesó con un palito y clavó el palito junto a la fresa.
Dos empleados del Ministerio de Educación hicieron una pelota con sus periódicos para jugar un partido de fútbol y cada vez que le daban una patada gritaban: «¡Al diablo!»
Vamos, que ya no parecían los mismos empleados que poco antes querían linchar a los empleados de la compañía de transporte que, por su parte, se habían repartido un bocadillo de tortilla y hacían picnic sentados en la hierba.
– ¡Atención! –gritó de repente el abogado.
El trolebús se había puesto en marcha con una sacudida y avanzaba despacito. Los pasajeros apenas tuvieron tiempo para subir. La última fue la señora de los ciclaminos, que subió protestando: «¡Esto no vale! ¡Ahora que empezaba a divertirme!»
– ¿Qué hora es? –preguntó alguien.
– ¡Uf, debe ser tardísimo!
Todos se miraron la muñeca. Sorpresa: los relojes señalaban todavía las nueve menos diez. Durante la pequeña excursión, las manecillas no se habían movido. Había sido un tiempo de propina, un pequeño extra, como cuando se compra un paquete de jabón en polvo y dentro hay un juguete.
– ¡No puede ser! –exclamaba la señora de los ciclaminos mientras el trolebús retomaba su camino y avanzaba por la calle Dandolo.
Todos estaban maravillados. Y eso que tenían el periódico delante de sus ojos, y en la parte superior del periódico la fecha estaba escrita muy clara: 21 de marzo.
El primer día de primavera todo es posible.
– Gianni Rodari, Cuentos por teléfono.